El siguiente artículo es el primero de los dos artículos que componen la serie «Creador y creación»:
- Creador y creación: el lenguaje de la génesis
- Creador y creación: el lenguaje de la génesis (parte 2)
Durante años, siempre que he enseñado sobre la importancia de la cosmovisión para nuestra vida y para la creación de una cultura piadosa, he tocado brevemente el tema de cómo creó Dios el universo. De hecho, Génesis 1 revela que lo creó con su palabra. Dios habló para crear: «Y dijo Dios», en Génesis 1:3, 6, 9, 11, 14, 20, 24, 26; con palabras identificó lo que había creado: «llamó Dios» a las cosas y así les dio nombre, en Génesis 1:5, 8, 10; y dio su palabra para comisionar a los vicerrectores de su creación y darles el mandato cultural: «Y dijo Dios», en Génesis 1:28-29.
Este tema está reflejado en Salmos 33:9: «Porque él dijo, y fue hecho; él mandó, y existió». El universo «fue hecho» por la palabra de Dios. Algo similar leemos en Hebreos 11:3: «Por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios, de modo que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía» (vea también Salmos 147: 15, 18; Salmos 148: 5-6 y 2 Pedro 3:5).
El Dios invisible creó el universo visible. Para el materialista, que no reconoce la existencia del mundo invisible, eso es imposible. Por definición, nada existe fuera de la naturaleza y ninguna cosa puede surgir de la nada. Sin embargo, el universo no surgió de la nada: fue concebido en la mente de Dios, planeado por su voluntad y hecho realidad por su palabra. Antes del universo, no existía «la nada»: existía un Dios personal e infinito. ¿Y quién es exactamente la Palabra, el Verbo que era en el principio y que hizo el universo? Nada menos que Cristo Jesús:
En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. […] Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad. (Juan 1:1-4, 14)
En todo el mundo, parte del currículo de los estudios secundarios es la enseñanza de la ciencia darwiniana y el marco teórico ateo que da fundamento a la ciencia evolucionaria o naturalista. Por eso, cuando los cristianos dan testimonio de que Dios creó todo lo que existe con la palabra de su boca, los secularistas los desestiman y los tratan de locos. Esta es una gran pérdida. Los secularistas no dan oídos a los argumentos de la primera causa, a saber, que el Dios invisible creó el universo visible. De hecho, naciones enteras quedan reducidas a la pobreza y la esclavitud por abrazar los paradigmas moderno y posmoderno.
Esta introducción me lleva a plantear la siguiente pregunta: ¿qué lenguaje usó Dios para hablar y crear el universo? El lenguaje de la matemática. Físicos, químicos, astrónomos y ahora incluso biólogos han descubierto que el código del ADN es el lenguaje de los componentes básicos de los que están hechos los organismos vivos de nuestro mundo.
Nuestros amigos Nancy Pearcey y Charles Thaxton nos ayudan a entender estos conceptos en su excelente libro The Soul of Science [El alma de la ciencia], donde escriben: «El cristianismo ha sido una influencia decisiva en la historia de la matemática», puesto que determinó su rumbo con las creencias de que «el mundo tiene una estructura y un orden porque lo hizo Dios; y los seres humanos, dado que fueron hechos a imagen de Dios, pueden descifrar ese orden». El orden primario, el lenguaje de la creación, es la matemática.
Otros autores también han elaborado este concepto, como leemos en este artículo de Kate Deddens (en inglés).
A partir de las investigaciones sobre el ADN y el genoma, ahora entendemos y hemos comprobado empíricamente que la matemática es el lenguaje de la creación. A pesar de las endebles objeciones de la ciencia naturalista, no hay duda alguna de que existe un Criptógrafo divino. A la luz de la evidencia, son los ateos y los panteístas quienes necesitan tener más fe.
Hace unos cuantos años, me fascinó ver el trabajo de personas que intentaban hallar el vínculo entre el arte y la ciencia, y entre la matemática y la música. Leí dos libros sobre el tema que no lograban descubrir ese nexo entre la matemática y la música… porque partían desde el hombre y no desde Dios. En efecto, no podrían haber tenido éxito si carecían de una comprensión del carácter trinitario de la Verdad, la Bondad y la Belleza que se hallan en la Deidad. Dios es el primer Matemático y también es el primer Artista, y esas capacidades están reflejadas en los seres humanos, hechos a imagen y semejanza de Dios (imago Dei). La Biblia habla de la mente y el corazón. La neurología habla del hemisferio izquierdo y el hemisferio derecho del cerebro. El hemisferio izquierdo gobierna el razonamiento objetivo y el pensamiento analítico, mientras que el hemisferio derecho es responsable de la intuición, es decir, de la reflexión subjetiva. En breve, tanto el lenguaje bíblico como el lenguaje neurológico reafirman: por un lado, la capacidad humana de pensar de forma analítica, como apreciamos en la matemática y la ciencia; por otro lado, la creatividad humana que vemos en la música y el arte.
S. Lewis describe cómo Dios, al momento de la creación, estableció un vínculo entre la matemática y la música, el arte y la ciencia. En su libro El sobrino del mago, Lewis dilucida cuál fue el medio por el que Dios creó el universo cuando Aslan, la figura de Cristo, crea el universo con su canto, una sinfonía en lenguaje matemático. Quienes hayan leído Las crónicas de Narnia entenderán por qué, cuando tenía unos veinticinco años y leí estas historias por primera vez, me dije: «¡No había vivido hasta ahora!».
En el siguiente extracto de la obra de Lewis vemos cómo el autor logra reelaborar el relato de la creación de Génesis 1 y plasmar con destreza el vínculo entre la matemática y la música.
En la oscuridad empezaba a suceder algo por fin. Una voz había comenzado a cantar. Sonaba muy distante y a Digory le costaba mucho decidir de qué dirección provenía. En ocasiones parecía provenir de todas a la vez; otras veces casi creía que surgía de la tierra bajo sus pies, pues las notas bajas eran lo bastante graves como para ser la voz de la tierra misma. No había palabras. Apenas si existía una melodía. Sin embargo, se trataba, sin comparación posible, del sonido más hermoso que había oído jamás. Resultaba tan hermoso que apenas podía soportarlo. Al caballo también parecía gustarle; emitió la clase de relincho que emitiría un caballo si, tras años de ser un caballo de tiro, se encontrara de vuelta en el campo donde había jugado cuando era un potro, y viera a alguien, que recordaba y quería, cruzando el terreno para darle un terrón de azúcar.
—¡Caray! —exclamó el cochero—. ¡Qué voz!
En ese momento ocurrieron dos prodigios al mismo tiempo. Uno fue que a la voz se le unieron de repente otras voces; tantas que era imposible contarlas. Estaban en armonía con ella, pero situadas en un punto mucho más alto de la escala: voces frías, tintineantes y brillantes. El segundo prodigio fue que la oscuridad sobre sus cabezas se llenó, de improviso, de fulgurantes estrellas. Estas no surgieron suavemente de una en una, como sucede en una tarde de verano, sino que, de una total oscuridad, se pasó a miles y miles de puntos de luz que se materializaron todos a la vez: estrellas individuales, constelaciones y planetas, más brillantes y grandes que los de nuestro mundo. No había nubes. Las nuevas estrellas y las nuevas voces nacieron justo al mismo tiempo, y si las hubieses visto y escuchado, como lo hizo Digory, te habrías sentido muy seguro de que eran las mismas estrellas las que cantaban, y de que fue la primera voz, la voz profunda, la que las había hecho aparecer y cantar.
—¡Esto es la gloria! —exclamó el cochero—. ¡Me habría portado mejor de haber sabido que existían cosas así!